MARIA BLASCO DEL CACHO (1870-1925)
Blasco Ibáñez conoció a María en 1885, el año en que se produjo una de las últimas epidemias de cólera en Valencia. Era una joven de la alta burguesía que, tras quedar huérfana de su padre, vivía, junto a su madre, en casa de un tío paterno en Valencia.
María Blasco del Cacho, acababa de cumplir 15 años, era morena, e ilusionó al entonces estudiante de Derecho Vicente Blasco Ibáñez. Ella quedó prendada de aquel muchacho, algo mayor que ella, culto, refinado, de gran facilidad de palabra, que le dedicaba bellas frases de amor e incluso le escribía poesías.
María, era hija única de una familia emparentada con la alta burguesía de Castellón, su padre era jurista y escritor vocacional y fue presidente de la Audiencia de Castellón hasta su muerte. Había sido educada en colegios religiosos, era culta, buena pianista, hablaba francés y su carácter era apacible, bondadoso y hogareño.
Blasco acabó Derecho para complacer a su novia, pero su vocación era otra. Dirigía el semanario La Bandera Federal, publicó sus primeros libros, y poco después marchó, desterrado por primera vez, a París. A su vuelta, en 1891, se casaron en la iglesia de San Valero de Valencia, ella con velo blanco y vestido negro por la muerte reciente de su madre, víctima de la tuberculosis. Tras la boda se instalaron en una confortable casa en la calle Horno de San Nicolás, propiedad del padre de Blasco. No debió ser fácil convivir con aquel hombre, extraordinario y genial, con quien estuvo casada más de treinta años. Mientras que ella deseaba una vida tranquila y apacible, él se batía en duelos, fue herido en varias ocasiones, sufrió atentados, exilio, cárcel, se arruinó varias veces e incurrió en no pocas infidelidades.

La primera hija del matrimonio murió al poco de nacer y luego vinieron Mario, Libertad, Julio César y Sigfrido. Tras fundar el diario El Pueblo, su tranquila vida burguesa desapareció, para vivir en un sobresalto continuo. La familia se trasladó al mismo caserón, destartalado, donde estaban los talleres del periódico. Blasco Ibáñez sufrió frecuentes denuncias, entradas en prisión, destierros, hasta que, por fin, se convirtió en un reconocido político, además de periodista y escritor de éxito, tras publicar las primeras novelas de inspiración valenciana, Arroz y tartana o Flor de mayo.

El diario El Pueblo llegó a tirar diez mil ejemplares en una ciudad que rondaba los cien mil habitantes y salió adelante gracias al apoyo económico del padre del escritor y al trabajo infatigable de Blasco, que hacía de director, redactor y empresario. Era habitual que saliera esposado de la redacción, y tras cumplir condena por sus artículos contra la Guerra de Cuba, una multitud se agolpó ante El Pueblo y Blasco les arengó desde el balcón, acabando todos juntos cantando La Marsellesa. Periódico y director se convirtieron en leyenda en apenas tres años.
Por este motivo, María vivió sumida en un sobresalto constante, pero siguió junto a su marido, que adoraba a su familia y era un trabajador y creador incansable. Podía escribir catorce horas seguidas tras dar un mitin y luego, redactar artículos incendiarios para su periódico.
Blasco Ibáñez protagonizó episodios épicos, como cuando huyó a Italia tras organizar un mitin contra la Guerra de Cuba, en la Plaza de Toros de Valencia –allí mismo cantó Cora Raga el Himno de Valencia en 1909, recién acabada la partitura por el maestro Serrano–. Le siguieron una serie de disturbios, en los que hubo heridos y se declaró del estado de sitio. Perseguido y tras pasar varios días escondido en una barraca de Almàssera, escribió el germen de la famosa novela de igual nombre antes de embarcar, de noche y disfrazado de marinero, hacia las costas italianas.
A la vuelta fue condenado a dos años de cárcel, casi un año después, y ante la presión popular, se le conmutó la pena de cárcel por el destierro y se trasladó con su familia a Madrid en 1897. Al año siguiente fue elegido Diputado a Cortes. Allí, sus hijos recibieron una esmerada educación en la Institución Libre de Enseñanza, impulsada por Francisco Giner de los Ríos. Sin embargo, María no se encontraba cómoda en Madrid y añoraba su querida Valencia.

Tras seis legislaturas, y cansado de la situación, Blasco renunció a la política para centrarse en la literatura, actividad que le reportaba muchas más satisfacciones, escribiendo numerosas novelas y vendiendo millones de ejemplares, a la vez que era admirado en todo el mundo. El éxito, cuatro hijos y quince años de matrimonio parecían por fin haber atemperado al agitador para potenciar al creador literario.
María tuvo que padecer aún otro grave revés, al ver cómo su marido se alejaba cada vez más de ella, compartiendo su vida con una nueva mujer, Elena Ortúzar, procedente de la alta sociedad chilena, quien le introdujo en los círculos más exclusivos de París. Los sobresaltos que padeció durante su matrimonio con Vicente Blasco Ibáñez, junto al sufrimiento que le provocó esta situación agravaron su estado de salud, ya de por sí delicada. Sin embargo, la relación entre ambos fue correcta, y Blasco consultaba con ella las decisiones familiares más importantes, especialmente en lo relativo a sus hijos.
María vivió el prestigio artístico y social de su marido, y su éxito mundial, tras la publicación de su novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis, disfrutó de su residencia en la playa la Malvarrosa, en su amada Valencia, pero también sufrió la pena que supuso la muerte prematura de su hijo Julio César y el exilio de Blasco en Menton (Francia).
María murió en Valencia en 1925, a los cincuenta y cinco años. Blasco no pudo acudir al entierro, ya que no podía volver a España, porque estaba perseguido por su oposición a la Dictadura de Primo de Rivera, pero, a pesar de esta circunstancia, Valencia entera le rindió un sentido homenaje popular, que las autoridades no se atrevieron a reprimir. A penas tres años más tarde, fallecería Vicente Blasco Ibáñez, reposando ambos, en la actualidad, muy próximos entre sí, en el Cementerio de Valencia.

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